lunes, 9 de enero de 2012

Un café con sal.

La vecina al otro lado del patio pasaba la tarde entera sentada frente a la ventana con una taza de café. Yo siempre dudé de que al final del día vaciara la taza. En mi mente, acumulaba el café que preparaba cada día en grandes bidones, o quizá se lo daba a su gato.
Tenía la habitación repleta de flores, pero ni una en el resto de la casa. No había usado más muebles que los de la cocina y la silla en la que se sentaba en los últimos cinco años. Algunos sábados, pasaba un trapo por encima de las figurillas que tenía en las estanterías, decenas de arlequines que parecían haber perdido todo el valor que un día tuvieron. A veces se quedaba dormida mientras miraba por la ventana, y la taza de café se le resbalaba entre los dedos. Entonces, la anciana lloraba mientras recogía los pedazos y se preparaba una nuevo café, limpiando el polvo de alguna taza olvidada en algún rincón de su cocina. Salía de casa un par de veces al mes de día, para comprar café, nuevas flores y algo de comida, y de noche pisaba la acera apenas unos minutos, imagino que para tirar los filtros de café que acumulaba.
Nunca comprendimos qué había podido pasar en la vida de aquella mujer, y nunca hicimos nada por remediarlo. Solo, de vez en cuando, la mirábamos. Cuando nevaba y todas las miradas que salían de las ventanas en el barrio se dirigían al paisaje teñido de blanco, y ella seguía inmutable, había más ojos que los nuestros observando a la triste mujer. Nos preguntábamos qué esperaba encontrar mirando al horizonte desde su casa, y en ocasiones cruzábamos con ella alguna sonrisa inútil, que se estrellaba contra el suelo como todas las que se puedan ofrecer en un velatorio. Ella apenas nos veía, no existía nada más allá de su horizonte particular.

Hace años que no se asoma a la ventana, y solo yo me he dado cuenta. Un día un hombre llevó rosas y las dejó en la taza de café. Abrió ventanas y encendió luces. El gato y la mujer hicieron sitio entre el polvo para el nuevo invitado, y ahora, ninguno de los tres tiene tiempo que perder mirando el mundo pasar delante de un cristal.
Supongo que siempre es mejor tarde que nunca, y al fin apareció lo que ella estaba esperando. Sonrío al verles a través de mi ventana, a veces jugando a las cartas, inventando nuevas recetas o afinando la guitarra que el hombre trajo con aquellas rosas. Entonces, desvío la mirada hacia otro lado, buscando no sé el qué, con una taza de café en la mano.
Cuando vuelvo a mirar, ella me está contemplando, y esboza la más triste de las sonrisas.