Recuerdo que de pequeña, cuando algún sitio el aire era más aire que en Madrid, decía que olía como mi pueblo, y cuando huelo chimeneas y humedad no puedo evitar recordar la cueva, el mejor lugar que hubo en Villarejo durante un periodo, a mi parecer, demasiado corto. Ese olor de sillones viejos y lavados de mala manera (en los que, por lo visto, los gatos acampaban antiguamente) mezclado con el olor de una estufa vieja, con una salida al tejado demasiado rudimentaria, que solía quemar los reposaderos de los sillones. Hay tanto que recordar de aquel sitio...
Pero hablaba de los olores, y el increíble poder que tienen. Mi madre usaba una colonia cuando yo era pequeña y por la noche, cuando no podía dormir, me dejaba alguna de sus camisetas. Pasaban cinco minutos y caía rendida, como si algún extraño poder actuara desde la camiseta. Alguna vez me he cruzado con alguien que usaba esa colonia, y la sensación de paz era maravillosa.
Mi profesora de música, a la que odiaba, utilizaba una colonia que olía como la arcilla que queda en los dedos horas después de haberla moldeado. La casa de mi abuela huele a suavizante de ropa, y a café. Mi habitación siempre olió a madera nueva. Ese sí que era un olor genial.
Pero no todos son buenos, ya que no todos los recuerdos lo son, pero a mí, sea como sea, siempre me gusta recordar. Siempre... cuando lo hago por voluntad propia.
Hoy, sentada en Literatura Universal, viendo como Paris retaba a Melenao por el amor de Helena de Esparta, un olor me ha abofeteado. Ha chocado contra mí de la manera más horrible. Y sin embargo, es un olor tan dulce, tan suave. Como tocar el cielo, o más bien, como sentir que te acercaste a él, pero chocaste drásticamente contra el suelo. Es confuso, no está claro. Pero me he acercado para poder seguir recordando.
No creo que se puedan catalogar ciertas cosas en buenas o malas. Podría decir que lo verdaderamente malo ha sido recordar sin esperarmelo. Necesito preparación psicológica.
Sí, ya sé. Esto es un caos.
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