El verano elevado al máximo exponente. Un pueblo desierto a la hora de la siesta, solo se oye el sol derritiendo la acera, y las chicharras roncar. A lo lejos, quizá el sonido de páginas pasando, La Hojarasca, edición de 1969. Y leo "Ella está abriendo y cerrando las puertas, aguardando a que el reloj patriarcal se incorpore de la siesta y le agasaje los sentidos con la campanada de las tres. Antes de que el niño vuelva a quedarse recto, pensativo, la mujer ha rodado la máquina hacia el corredor y los hombres han mordido dos veces los tabacos, mientras observan una ida y vuelta completa de la navaja.; y Águeda, la tullida, hace un último esfuerzo por despertar las rodillas; y la señora Rebeca da una nueva vuelta a la cerradura y piensa: «míercoles en Macondo, Buen día para enterrar al diablo» Pero entonces el niño vuelve a moverse y hay una nueva transformación en el tiempo. Mientras se mueva algo, puede saberse que el tiempo ha transcurrido. Antes no. Antes de que algo se mueva es el tiempo eterno, el sudor, la camisa babeando sobre el pellejo y el muerto insobornable y helado detrás de su lengua mordida. Por eso no transcurre el tiempo para el ahorcado: porque aunque la mano del niño se mueva, él no lo sabe. Y mientras el muerto lo ignora (porque el niño continúa moviendo la mano) Águeda debe de haber corrido una nueva cuenta en el rosario; la señora Rebeca, tendida en la silla plegadiza, está perpleja, viendo que el reloj permanece fijo al borde del minuto inminente, y Águeda ha tenido tiempo (aunque en el reloj de la señora Rebeca no haya transcurrido el segundo) de pasar una nueva cuenta en el rosario y pensar: «Esto haría si pudiera ir hasta donde el padre Ángel.» Luego la mano del niño desciende y la navaja aprovecha el movimiento en la penca y uno de los hombres, sentado en la frescura del quicio, dice: «Deben ser como las tres y media, ¿no es cierto?» Entonces la mano se detiene. Otra vez el reloj muerto a la orilla del minuto siguiente, otra vez la navaja detenida en el espacio de su propio acero. Pero el nuevo movimiento se frustra, mi padre entra a la habitación y los dos tiempos se reconcilian; las dos mitades ajustan, se consolidan, y el reloj de la señora Rebeca cae en la cuenta de que ha estado confundido entre la parsimonia del niño y la impaciencia de la viuda, y entonces bosteza, ofuscado, se zambulle en la prodigiosa quietud del momento, y sale después chorreante de tiempo líquido, de tiempo exacto y rectificado, y se inclina hacia adelante y dice con ceremoniosa dignidad: «Son las dos y cuarenta y siete minutos, exactamente.» "
Y que digan que las palabras tienen límites me sigue sorprendiendo. No se podrá tocar el tiempo, ni se podrá verlo pasar, pero existiendo las palabras, para mí pierden importancia los sentidos. Se nota el tiempo, se siente pasar entre las páginas. Que ole las pelotas de García Marquez dicho sea de paso, y hablando mal y pronto.
Y además, no me canso de decirlo: maravilloso el castellano.
Por lento que pase, por tortuoso que sea... ah, verano. Verano. Aburrido PERO menos es nada.