No hay luces en la ciudad, pero nunca está a oscuras. El calor funde los edificios entre la lluvia sofocante de un verano que parece durar ya años.
Encontré un hotel después de vagar varias horas por las afueras, es un lugar al que nadie con algo de sentido común acudiría pero también mi única opción en aquel momento. El dueño, recepcionista, jefe de cocina y asistente de limpieza apenas se inmutó al verme aparecer, pero por un buen precio se convirtió en un gran anfitrión y ahora estoy alojada en la mejor parte de esta ratonera de hormigón y pintura descorchada, según me dijo. En esta habitación todo parece estar situado de la peor manera, hay polvo hasta en las almohadas y los quinqués de la mesilla parpadean con lo poco que quedaba de gas, como pidiendo perdón.
El calor es exagerado a pesar del agua, demasiado para conciliar el sueño, así que la ciudad entera permanece despierta. He aprendido que cuando esto ocurre, dejan que lo peor de ellos sea libre al amparo de la madrugada. Desoyendo el consejo del apático recepcionista pluriempleado, en cuanto deje de llover saldré a reencontrar esa vida nocturna que se intuye tras cada edificio. Si no me han devorado para entonces los mosquitos, claro.
Todas las miradas detrás de los cristales esconden miseria, a veces incluso la enseñan. Es como una bandera blanca, algunos la ondean para que esté bien claro qué es lo que hay, para no engañar al visitante. Para que nadie se confunda y entre sonriendo como si fuera a cambiar el mundo. Recuerdo mi primera noche aquí, me pude dar cuenta de que un buen oído es lo único que puede ayudarte en un sitio como este, donde la luz eléctrica es tan poco fiable como la predicción meteorológica de cielo despejado. Entre los sonidos de las goteras y el repiqueteo del agua contra las chapas de hormigón que hacen de tejado pueden intuirse todas las historias que se suceden en las calles y en las casas. Gritos, risas, peleas, y más información de la que uno es capaz de soportar en muchas ocasiones. De día, lo único que se puede ver es una bruma extraña que se crea cuando la lluvia se encuentra con el asfalto, que no tiene tiempo de enfriarse en las pocas horas de luna. De modo que ya sea de día o de noche, nadie creería en tu palabra solo porque jures haberlo visto con tus ojos.
Gracias a esta continua confusión y a que el alcohol ha acabado con los pocos hombres cuerdos que quedaban, todo lo que sucede es clandestino, así que oficialmente nunca sucede nada.
Aun no ha parado de llover, y tras doce horas de sueño y otras tantas de un extraño sopor causado por el cansancio, el calor, y la pesada comida que sirven aquí, creo que es el momento de salir afuera. Aunque quizá mañana, con las primeras luces. No puedo arriesgarme a salir ahora y exponerme a las miradas que acechan desconfiadas tras cada ventana, sería salir desarmada al campo de batalla. Ellos están acostumbrados y saben entender su oscuridad, y yo... nunca tuve buen oído.
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