martes, 15 de abril de 2014

Alone together.

Me encanta mirarte cuando estás cerca, y me gustaría culparte de cada uno de mis problemas cuando estás lejos. Estaría dispuesta a gritarte a través de un megáfono cuánto te odio, pero se le acabaría la pila cuando te acercaras a escucharme. No sé cómo hemos llegado al punto en el que te dejaría coger mi voz y calmarla porque no necesito gritar. Ni hablar siquiera.
Escupo todos mis pensamientos -como ahora, como si estuviera sola- cuando estoy contigo, sin que me preocupe ser malinterpretada o juzgada. Estoy tan cómoda sola como contigo. Y no sé cómo de bueno es eso, cuando apenas me aguanto.
No sé cómo hemos podido estar tan cerca viniendo de lugares tan lejanos. Ni siquiera estoy segura de si seguirán estando cerca los lugares a los que vamos, pero trato de continuar caminando a tu lado.
Me duele tanto la cabeza que hasta olvido por momentos cuánto me duele la tripa. Me gustaría estallar en mil pedazos que lo dejaran todo sucio, y contemplarlo desde el infinito como unos fuegos artificiales invertidos.
Tú estarías durmiendo, como casi siempre. Y el estallido sería tan fuerte que tendrías que despertarte, y quizá no podrías dormir en varios días. Pero a mí ya no me dolería nada. Ni siquiera tu forma de dormir.
Me equivoco cuando te odio, y cuando trato de remediarlo, queriéndote. Me equivoco cada vez que hablo pero tú lo haces cada vez que te callas. Y el problema no es que te equivoques, el problema es que te quiero.
Y el problema no es que te odie. El problema es que me quieres. Y lo peor, es que la solución a todos los problemas está en que te quiero, y en que me quieres. Y como diría Kutxi, sobra todo lo que viene después.

miércoles, 9 de abril de 2014

Ask the dust.

No conocí a mi abuelo, pero me han hablado tanto de él que su presencia física no es necesaria para afirmar que le conozco. Si nos encontramos en la muerte tendremos una conversación amena, de viejos amigos. Ni siquiera habrá presentaciones, de eso estoy segura. Un abrazo. Uno fuerte. Eso será nuestro saludo.
Es posible que conozca a mi abuelo incluso mejor que aquellos que me cuentan sus historias. Él y yo somos prácticamente la misma persona. El punto diferente de la familia. El silencioso y observador.
Mi abuelo era maestro de vocación y profesión, y yo nací para ser estudiante. Cuando tenía 10 años decidí dejar de hablar, pero no pude lograrlo durante mucho tiempo porque tenía demasiadas preguntas. Mamá es maestra también. Suele responder cuando pregunto si es que se concentra lo suficiente en esa idea. Son maravillosos los maestros. Alimentan a la gente como yo.
Aquí, sin embargo, no queda uno solo. Los educadores se han extinguido y estamos todos condenados a la vida vacía de la ignorancia o a aprender por cuenta propia. Pero a nadie le preocupa en medio de una guerra. Excepto a mí, y a mis preguntas.
La primera de ellas lleva rondándome varios meses. Desde que comenzaron los bombardeos. No entiendo de qué manera se caen las casas. ¿Cómo lo hacen? Algunos muros quedan intactos. No se mueven ni los cuadros, ni las estanterías. Nada. Y otros sin embargo desaparecen.. No acaban en el suelo en pedazos, sencillamente se esfuman. No queda ni rastro. La panadería de la que mi abuela siempre se quejaba porque el pan estaba crudo mantuvo, tras una bomba, todas sus paredes. Y el techo. Pero la entrada desapareció. Solo quedaba polvo en su lugar.
Yo creo que fue una forma de que el universo regalase pan a todo el vecindario, aunque ciertamente no era necesario que la panadera estuviera cruzando el umbral de la puerta cuando este se derrumbó. Le quitó mucha poética a todo el asunto y nos hizo llorar a casi todos. Era una mujer muy guapa. Mayor, pero aun muy elegante y correcta. Estaba ahí desde siempre, y aunque no se hacía querer, nos recordaba a todos los tiempos pasados. Mejores. Cuando tu existencia el día de mañana estaba asegurado. Ella era una constante, y cuando se murió a nadie le cabía duda de que esta dichosa guerra sería irreversible.
En casa cayó un rayo, no una bomba. Provocó un incendio que vio su mejor aliado en la colección de tickets de compra y papeles inservibles de mi abuela. Arrasó con todo. Lo único que siento es que todas las cartas que escribí a mi abuelo durante años ardieran también. Mi abuela no lo sintió en absoluto. No siente nada. Ni siquiera cuando se ríe. Yo creo que cuando se es mayor y malo, sentir es aburrido. Una carga. Como si se robara protagonismo al resto de personas que aun quieren sentir algo. Si mi abuelo viviera, ella sentiría. Estoy segura. Lo habría puesto todo en orden. Y quizá también encontraría una respuesta fiable al tema de las paredes que desaparecen.
No sé bien qué hago aquí, escribiendo. Creo que no podría hacer ninguna otra cosa. Tengo 20 años y me siento vieja, pero con demasiados sentimientos. Una de esas abuelitas a las que apenas se les puede mencionar ningún tema sin que se echen a llorar, y al final solo consiguen silencio a su alrededor y el sonido de las agujas de tejer. Cuando sea realmente vieja, estaría bien ser así. Necesitaré silencio para compensar el ruido al que están sometidas mis ideas.
La calle hierve a todas horas y mis oídos suenan por sí solos con palabras que parecen emitidas a veces por mi voz, a veces por la de mi abuelo. O la forma en que me la he imaginado, que seguramente siga siendo mi propia voz.
Me siento como si no hubiese sitio en mí para más recuerdos, como si hubiera vivido cien años. Y no sé si alegrarme de que no sea así. Quizá los muros que se esfuman sencillamente no puedan aguantar más el peso del papel pintado y el tacto de las manos del obrero que lo colocó allí. Y por eso se esfuman. Derruidos tendrían que mantener el mismo peso y prefieren ser polvo. Acabar. No tener más historia. Ser lineales, con principio y fin. Le haré estas preguntas al próximo maestro que me encuentre.

martes, 11 de marzo de 2014

Memoria intermitente

Hoy es martes y voy a clase en autobús. Hace diez años me llevaba mi padre andando al colegio, era el rato más grande que pasábamos juntos porque llegaba muy tarde de trabajar. Por la mañana yo me dormía desayunando con la cabeza apoyada en la pared de la cocina mientras mi padre me hablaba tratando de mantenerme despierta. Después solo solía haber silencio. Yo vistiéndome y preparando los libros, mi padre callado sentado en el salón, ordenando sus pensamientos con la mirada en el infinito.
Pero un día fue diferente. Jueves.
Estaba la televisión encendida, rompiendo el silencio que tranquilizaba mis mañanas. Las noticias decían lo mismo en todos los canales, y habían sustituido a los programas infantiles. Mi madre había llamado desde el trabajo, de camino había escuchado una noticia muy rara en la radio. La información no era clara entonces y nadie sabía qué había pasado, pero todo el mundo preguntaba.
Un atentado en Atocha. O en el Pozo, o en Vallecas. Bombas en los trenes, eso seguro. Y muchas víctimas, era algo muy grande. Recuerdo la tensión, el par de profesores que no habían podido llegar a mi colegio porque las vías estaban cortadas, mi mejor amiga con un ataque de pánico porque su madre iba al trabajo en tren. No era el mismo tren, pero no sabíamos nada. La mayoría de mis amigos de entonces pueden recordar con claridad qué estaban haciendo ese día, cómo sintieron el miedo que cada periodista transmitía en la tele, o que cada profesor callaba cuando le preguntábamos. Pero eso fue en el este de Madrid, y yo tenía diez años y era fácil que algo así se me quedase en la memoria. Hoy le pregunté a mis compañeros de clase, de Madrid también, si sabían de algún acto conmemorativo. ¿Por qué? Si eso solo lo hicieron los primeros años, ya no tiene sentido, me han dicho. "¿Por qué te preocupa tanto, conocías a alguien?" "Es que eso está muy politizado para recordarlo" Cuando preguntaba a mis compañeros en Ávila la implicación se reducía de forma drástica.
Y de eso hace diez años. Yo no conocía a nadie que viajara en tren. En el mismo tren que cojo todos los días desde hace tres años para ir a clase. De pequeña creía que solo se viajaba en tren para irse muy lejos, o porque se iba de excursión. Ahora soy consciente de lo fundamental que es la línea de Cercanías para muchísima gente, de lo que significa que un tren esté lleno en hora punta, del caos que puede crear.
En estos años he vivido averías, se ha ido la luz, han llegado trenes con retraso... Y cada una de esas pequeñas cosas ha creado una revolución entre los pasajeros. He visto a una madre con el carrito de su hijo tirar del pelo a una señora octogenaria mientras esta la arañaba, dejando al un lado su andador, todo por conseguir un sitio en el vagón a las 10 de la noche. He dejado pasar un millar de trenes porque iban demasiado llenos, he cogido el primero y el último tren del día. Lo he visto venir desde Alcalá y desde Guadalajara, lleno de vida a cualquier hora del día. Todos los días. Y he terminado el trayecto que cientos de personas no pudieron terminar.
Aunque hoy no he visto ni he hecho nada de eso, porque he cogido el autobús. Me ha llevado dos horas de viaje llegar a clase, pero por alguna razón me sentía especialmente sensible, y cuando he llegado a la estación no he querido subirme en uno de esos trenes. Sensible al recuerdo, al miedo, a la empatía. He tomado una de esas decisiones absurdas que tienen perfecto sentido para ti, sin saber muy bien por qué. No quería perturbar mi recuerdo, ser parte de esa historia. O algo así.

¿Por qué me preocupa? ¿Conocía a alguien? No. A nadie. Pero conozco a todos los que están hoy en esos trenes. A todos. Porque somos todos nosotros. Y que por qué me empeño en recordarlo, me han preguntado también. No me empeño, no puedo evitarlo. Y no solo hoy, lo recuerdo a menudo. No es como una experiencia traumática ni nada por el estilo. Es solo que todo aquello pasó a gente como yo, como tú y como cualquiera de nosotros. Mirar a la cara a una realidad tan triste puede no ser fácil, y muchos prefieren verse ajenos o no tienen otra opción. Pero yo, hoy especialmente, creo que no es cuestión de buscar el morbo o la angustia a propósito. Esto no es por mí.
Es solo que hay 3000 personas cuyas vidas dieron un vuelco, y de ellas, 192 que no tuvieron tanta suerte. No podemos cambiar eso, pero creo que cada una de esas personas se merece estar presente en el recuerdo de los que podemos, en mayor o menos medida, recordar. No importa que se nos encoja el corazón durante unas horas, porque es lo mínimo que ellos deben sentir cada día. Si podemos estar más cerca de esas personas, su fuerza será mayor. Sentirse comprendido puede no cambiar nada, pero reconforta.
Y quizá podamos también compartirlo con quienes no lo sientan tan cerca, no para infundir miedo sino una visión más clara de la realidad. Porque el pasado es realidad, y diez años no son nada. No podemos olvidarnos de 3000 personas, y no hay política que valga.
A todos nos ha pasado, y todos deberíamos estar en el mismo bando. Juntos en esto. Hoy, martes 11, y cada día por cualquiera que no tenga la suerte que nosotros disfrutamos, por puro azar.



viernes, 13 de septiembre de 2013

Islas a la deriva

¿Sabes qué? Te voy a dedicar unas palabras, quiero conseguir que comprendas algo.
Seguro que tienes una pasión secreta, una de esas cosas a las que dedicarías toda tu vida si pudieras, o que piensas dejar algo de lado hasta que tengas tiempo, en lo que imaginas pasar los veranos antes de que lleguen. No es cosa tuya, todos tenemos una, lo que somos cuando nadie nos mira y nadie nos juzga. No a todos nos golpea una de esas muy fuerte, a veces solo nos acaricia, como si fuera aire, y ni siquiera nos damos cuenta de que pasó de verdad. Pues bien, en estas frases y párrafos para ti te contaré quién soy en esa parte del tiempo en la que sí me miran, pero cuando aquellos que juzgan son desconocidos. En los momentos en que todos nos convertimos en uno más de esos hombres trajeados con maletas y corbatas. Te contaré quién soy entonces, porque ahora puedo verme de lejos, ahora no estoy siendo esa. Esa grita desde el sótano como puede, con las manos atadas al suelo.
Camino hacia el metro con la radio en los cascos, abro la puerta de un empujón y bajo las escaleras mecánicas parada mientras giro la mochila hacia mi pecho para sacar el abono, lo sujeto con los dientes, cierro la cremallera y comienzo a bajar los últimos escalones al tiempo que me coloco la mochila. Ni siquiera lo pienso, lo he hecho tantas veces que cuando llego a los tornos en ocasiones ni siquiera sé cómo he llegado hasta allí. Y así continúa mi trayecto, apago la radio que ya solo emite un sonido de interferencias y pongo música. La misma música que hace un año, desde que no tengo ordenador. El mismo camino. No pienso, no miro, solo bajo escaleras, subo en un vagón, espero, subo escaleras, otro vagón, escaleras, vagón... y camino recto hasta que recupero la conciencia porque tengo que tomar alguna decisión.
A veces, sin embargo, me agota esa existencia y reseteo. Me paso a ser otra persona, la que teclea ahora estas palabras. Cojo un libro. Va en la mochila y cambia el sitio de mi abono, el orden de las canciones, mi viaje. Mi día, mi semana, y si tengo suerte cambia mi vida. Cuando camino en la estación sigue siendo por una orden automática para mis piernas pero mi cabeza no está ahí dejándose llevar, está en otro lugar, en algún otro tiempo, siendo cualquier otra cosa. Y entonces siento que cada uno de esos autómatas que comparten tantas horas en vagones deshumanizados son algo más, podrían ser algo más. Podría algún día yo, pequeña y cobarde, darles la oportunidad de ser palabras. Darles quizá una vida inventada como la que me dan a mi John Fante, Fitzgerald, Baroja o cualquier mago de aquellos. Y pienso que quizá sí, y quizá la vida pueda ser algo más, porque por obvio que parezca, no siempre se ve tan claro. En demasiadas ocasiones el martes continuo en que se convierte el invierno de Madrid me hace olvidar que hay pasión dentro de mi, que hay algo por lo que vivir de verdad. Por lo que ser con todas tus fuerzas, algo muy lejos de las caras grises del día a día en el transporte público, las habitaciones de invitados, la teoría política, y el frío.
Juraría que era Daisy quien, en el Gran Gatsby le decía a su primo "No te angusties, la vida vuelve a empezar con el otoño" y yo pensé que Daisy no sabía nada. Me la imaginé con voz peculiar diciendo esas palabras como si realmente su vida comenzara y la odié por la envidia durante muchas páginas. Porque para mí, era entonces cuando la vida se apagaba. Cuando la gente se acumula de vuelta al mundo de las personas que no son, llenando su existencia de caminos que no quieren hacer, comidas que no desean tener y horas muertas (nunca mejor dicho) vacías de ganas. Gente que vive para trabajar, y esto último lo hace para vivir apenas unas semanas al año. Lo de ser adulto fue la mayor estafa que les pudieron vender y se han convertido en esa persona más, en una conversación simple de objetivos siempre similares.
Pero no quiero dedicarte un pensamiento tan negativo cuando tanta vida se encuentra alrededor. Sé que todas las personas han tenido momentos de verdadera pasión, y quizá han perdido la valentía y el compromiso de vivir por ellos. Pero tú no eres así. Tú serás una de esas personas que caminan por ahí como si cayeran de otro planeta, disfrutando de cada detalle, renanciendo con el otoño. Con las ventanas abiertas y tus sueños bien atrapados, pavimentando tus martes. Y yo, lector desinteresado, ingresaré también en ese grupo. Envidiaros es un trabajo agotador y he decidido liderar la fila. Yo me he dado cuenta a tiempo de que dentro de diez años no quedará nada de mi paseo hacia el metro, no importará lo bien que lo hiciera.
Y aquí llega por fin lo que debes entender. Lo que hace que me siente y teclee como si respirase. Solo importará lo que vi y pensé, no lo que hice sin razonar ni sentir. Importará lo que leí, y lo que escribí, porque será aquello que de verdad viví.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Volver a reírme de aquel final en el que el bueno acaba mal.

Unos trece años más tarde vuelvo a estar en el asiento de atrás de un coche, escuchando las mismas canciones. La diferencia es que ahora entra por la ventanilla el aire de finales de agosto con tal fuerza que apenas puedo mantener los ojos abiertos. Con la frente asomando del coche , le doy vía libre al aire para dirigir mi pelo. Trato de imaginar qué estarán haciendo las personas que solían compartir aquella música cada fin de semana, las tres niñas que se sentaban en un viejo Lancia rojo. Tenían un disco grabado de El viaje de Copperpot pero en casa solo había reproductores de cassettes, así que ahí estaban, escuchando el cd en el coche. Las hermanas se sentaban delante los días que aún no habían peleado y soportaban la presencia de la otra. Esos eran los mejores, yo no tenía que decidir de qué lado estaría, y hacíamos un equipo casi imparable. Las tres y Dana, la perra de mis amigas, que no se separaba dos metros del coche cuando nos encerrábamos allí, agotando la batería con el coche parado y la música alta. 
Ahora, con los ojos cerrados y las canciones mezcladas con el viento que me azota los oídos me cuesta separar el recuerdo de la realidad. Las veo a las tres, desde fuera del coche, aunque yo estaba dentro con la cabeza apoyada entre los dos asientos delanteros. Nos recuerdo cantando durante horas las mismas canciones, y no me extraña que las letras permanezcan en mi memoria. Me cuesta también imaginar dónde estará esa niña que vociferaba desde atrás en sus canciones preferidas. Con ella también perdí contacto, supongo.
El coche olía a cuero viejo y a tabaco, un olor que odiaba, pero ahora casi lo extraño. Recuerdo también que la última canción del disco tenía unos ocho minutos de silencio hasta que empezaba una última canción oculta llamada Tic tac. Parece pensada a propósito para encajar en este preciso momento. No esperes más a las agujas del reloj, que a ellas no les importáis tú ni nadie.
Una de las etapas más largas de mi vida repartida en fines de semana, saliendo al campo en plena nevada a jurar sobre la roca con más aspecto de mágica que encontrábamos, que nuestra curiosa amistad duraría eternamente, inventando canciones y grabándolas porque algún día nos haríamos terriblemente famosas... Tic tac. Ya casi ha terminado mi pequeño viaje en coche rescatando música vieja, y todo lo que he podido hacer es imaginar qué ha sido de todo aquello, a dónde va la relación cuando ya no está. Alguna piedra helada en Segovia debe estar totalmente decepcionada con nuestro juramento, y algún cassette de las jóvenes promesas del rock Contraseña de alboroto estará ahogado en polvo, como su local de ensayo. Tic tac.
En mi cabeza hemos vuelto, que lo sepáis. Estábamos ahí, cantando, utilizando el aspersor como alternativa a la piscina, montando una peluquería, una panadería, una nave secreta de super héroe, un reino entero para hormigas hecho de arena... Estábamos ahí, en un pequeño viaje que está acabando. Ya no será para mí El viaje de Copperpot, sino el nuestro. Para mí, al menos. Cuidaros, hasta que nos pasemos de nuevo por el recuerdo.

Y ahora mismo están durmiendo en su cajón cada beso, cada flor, cada canción...

domingo, 28 de julio de 2013

Waiting for the good times

No hay luces en la ciudad, pero nunca está a oscuras. El calor funde los edificios entre la lluvia sofocante de un verano que parece durar ya años.
Encontré un hotel después de vagar varias horas por las afueras, es un lugar al que nadie con algo de sentido común acudiría pero también mi única opción en aquel momento. El dueño, recepcionista, jefe de cocina y asistente de limpieza apenas se inmutó al verme aparecer, pero por un buen precio  se convirtió en un gran anfitrión y ahora estoy alojada en la mejor parte de esta ratonera de hormigón y pintura descorchada, según me dijo. En esta habitación todo parece estar situado de la peor manera, hay polvo hasta en las almohadas y los quinqués de la mesilla parpadean con lo poco que quedaba de gas, como pidiendo perdón.
El calor es exagerado a pesar del agua, demasiado para conciliar el sueño, así que la ciudad entera permanece despierta. He aprendido que cuando esto ocurre, dejan que lo peor de ellos sea libre al amparo de la madrugada. Desoyendo el consejo del apático recepcionista pluriempleado, en cuanto deje de llover saldré a reencontrar esa vida nocturna que se intuye tras cada edificio. Si no me han devorado para entonces los mosquitos, claro.
Todas las miradas detrás de los cristales esconden miseria, a veces incluso la enseñan. Es como una bandera blanca, algunos la ondean para que esté bien claro qué es lo que hay, para no engañar al visitante. Para que nadie se confunda y entre sonriendo como si fuera a cambiar el mundo. Recuerdo mi primera noche aquí, me pude dar cuenta de que un buen oído es lo único que puede ayudarte en un sitio como este, donde la luz eléctrica es tan poco fiable como la predicción meteorológica de cielo despejado. Entre los sonidos de las goteras y el repiqueteo del agua contra las chapas de hormigón que hacen de tejado pueden intuirse todas las historias que se suceden en las calles y en las casas. Gritos, risas, peleas, y más información de la que uno es capaz de soportar en muchas ocasiones. De día, lo único que se puede ver es una bruma extraña que se crea cuando la lluvia se encuentra con el asfalto, que no tiene tiempo de enfriarse en las pocas horas de luna. De modo que ya sea de día o de noche, nadie creería en tu palabra solo porque jures haberlo visto con tus ojos.
Gracias a esta continua confusión y a que el alcohol ha acabado con los pocos hombres cuerdos que quedaban, todo lo que sucede es clandestino, así que oficialmente nunca sucede nada.

Aun no ha parado de llover, y tras doce horas de sueño y otras tantas de un extraño sopor causado por el cansancio, el calor, y la pesada comida que sirven aquí, creo que es el momento de salir afuera. Aunque quizá mañana, con las primeras luces. No puedo arriesgarme a salir ahora y exponerme a las miradas que acechan desconfiadas tras cada ventana, sería salir desarmada al campo de batalla. Ellos están acostumbrados y saben entender su oscuridad, y yo... nunca tuve buen oído.

miércoles, 23 de enero de 2013

Quién.

La vida del ciudadano medio. Ese personaje que no protagonizaría ni una novela porque nadie quiere leer acerca de esa misma vida simple que ya puede contemplar en primera persona.
Cada día se despierta con un plan, una lista de objetivos que pretende conseguir para ser feliz. De hecho es ese el verdadero objetivo, pero parece más sencillo alcanzarlo en pequeños pasos. Es como si hubiera hipotecado sus sueños en construcción y cada día pagara una letra.
Cuando quiera darse cuenta de la trampa se le habrá escapado la juventud y por delante no verá sueños, pero por detrás el horizonte lo taparán sus días perdidos, empeñados para conseguir nada.
¿Cómo pasa uno a dejar de sumar cifras a la cantidad de ciudadanos medios, cómo se puede vivir sin intentar ser feliz? Vivir, sin más, ya debe ser bastante recompensa.

A veces creo que solo somos ese conjunto de cosas que queremos ser.