Si la mente gobierna sobre la persona, siento que no estamos en buenas manos. La mente se colapsa, crea realidades que no se ajustan al mundo en el que vivimos. La mente caduca.
Hoy fue uno de esos días de envejecer de repente, asumiendo responsabilidades y conflictos. La presión y la confrontación con cualquier persona hace que mi mente deje de funcionar. Incluso cuando en una conversación una persona que considero cuerda alza la voz, o añade más pasión de la que yo espero a un argumento, mi mente colapsa. Dejo de tener ideas válidas que defender y me convierto en un ser tembloroso deseante de que todo eso acabe. Mi mente, reinante en el imperio de quien soy, cae. Y entonces se produce la anarquía que me anula. Cuando más necesito de todo lo que tengo para defenderme, mis tropas abandonan y me quedo sola, buscando la fuerza para hablar sin que esta aparezca.
Cuando desperté años más joven esta mañana, creía en las mentes. Hace unos años incluso habría vendido mi reino por ellas. No me habría visto envuelta en el conflicto con seres queridos si mis creencias hubieran tenido algún fundamento. Pero no lo tenían, y una mente con una realidad alternativa ha aplastado a mi mente, real pero débil. Y otra mente que ha pasado demasiado tiempo en funcionamiento no me reconoce.
Las mentes me arrebatan a las personas que quiero. Y la mía ha echado tantas arrugas que ni siquiera puedo enfadarme. Pero me duele como le duele a las personas mayores la vida que se ha ido.
Siento que la existencia debería dejar de ser continua. Me haría inmensamente feliz poder pausar la vida mientras el tiempo sigue corriendo, sin que las mentes se vieran afectadas por él.
miércoles, 14 de mayo de 2014
miércoles, 7 de mayo de 2014
Diré buenas noches hasta que amanezca.
En el amor todo quiere ser superlativo. Siempre es todo o nada, y parece que siempre es necesario un "siempre".
No parecen tener cabida las medias tintas. Romeo y Julieta creen que se gustan y eso, van a salir juntos a ver qué tal. Se cogen cariño pero también discuten de vez en cuando. Que están bien juntos pero nada serio de momento. Ah, que no matarían el uno por el otro. Ah. Pues entonces no.
La adrenalina no permite determinados razonamientos mediocres. Cuando hay amor, desgraciado o feliz, lo es hasta el extremo. Y hasta el fin, o del amor o de la persona. No puede ser que no sea nada serio, y cuando sucede, es como que... no parece amor, y se acaba. Porque, para qué añadir mediocridad a la vida.
La idea es que no te quedes con alguien si tu vida se va a mantener exactamente igual. No te quedes con alguien que no pueda hacerte, de vez en cuando, vibrar de alegría. No te quedes con alguien que no tenga la capacidad de hacerte sufrir.
El amor es eso que convierte a quienes lo sienten en protagonistas. Hechos para cambiar el destino del otro, aunque no se queden para verlo.
No parecen tener cabida las medias tintas. Romeo y Julieta creen que se gustan y eso, van a salir juntos a ver qué tal. Se cogen cariño pero también discuten de vez en cuando. Que están bien juntos pero nada serio de momento. Ah, que no matarían el uno por el otro. Ah. Pues entonces no.
La adrenalina no permite determinados razonamientos mediocres. Cuando hay amor, desgraciado o feliz, lo es hasta el extremo. Y hasta el fin, o del amor o de la persona. No puede ser que no sea nada serio, y cuando sucede, es como que... no parece amor, y se acaba. Porque, para qué añadir mediocridad a la vida.
La idea es que no te quedes con alguien si tu vida se va a mantener exactamente igual. No te quedes con alguien que no pueda hacerte, de vez en cuando, vibrar de alegría. No te quedes con alguien que no tenga la capacidad de hacerte sufrir.
El amor es eso que convierte a quienes lo sienten en protagonistas. Hechos para cambiar el destino del otro, aunque no se queden para verlo.
Good night, good night!
Parting is such sweet sorrow that I shall say good night
till it be morrow
martes, 6 de mayo de 2014
Death Valley
Una barrera en el tiempo se levanta a escasos metros de mi casa. Una débil reja y los espesos arbustos que han crecido sobre ella definen el límite visible entre mi hogar y un barrio fantasma.
A Shira le gusta pasear por allí, aunque yo no puedo seguir el ritmo de sus cuatro patas saltando sobre los escombros y hierbajos que hay. En el barrio fantasma solo compiten con los éstos los gatos, que han encontrado su lugar, aprovechando de cuando en cuando el maravilloso espectáculo que supone mi perra tratando de alcanzarles.
Lo que iba a convertirse en una piscina para un grupo de veinte chalets adosados es ahora un pedazo de tierra vacío. La promesa de montones de veranos que no llegan. Los chalets dirigen sus ventanas de cristales rotos y rejas oxidadas hacia ese lugar lugar, desde donde ahora los miro. Solo dos de ellos tienen completa la fachada; tres pisos pequeños de ladrillo y uno en la base decorado con piedra gris. Los demás se extienden a lo largo de un camino superpoblado por las plantas, que están ahora más altas que nunca, como si se irguieran por orgullo, reclamando su lugar.
Al darme la vuelta puedo ver la ventana de mi habitación, y la terraza. Todo lo que podría verse desde mi casa queda empañado por un barrio lleno, de todo menos de personas. Hay sacos de yeso y cajas llenas de azulejos esperando su lugar, y herramientas abandonadas en mitad de su misión. Como si todo el mundo hubiera salido de allí huyendo a media jornada. Y cada día miro hacia aquí, desde donde ahora me devuelvo la mirada, y no comprendo de qué podían estar huyendo tantas personas. Ahora que está anocheciendo y ellos no están, este barrio sin luz, sin caminos y sin vida definitivamente parece un sitio del que huir. De día, sin embargo, no tiene pinta de merecer haber sido abandonado de esta manera. De día yo solo veo parejas y familias imaginarias con sus maletas, al otro lado de la verja y las plantas, esperando que les abran la puerta. Gente que puso su dinero en un banco y sus esperanzas en un terreno que ahora les han robado los gatos. Vecinos que no tengo, farolas que no existen, y gente a la que no puedo culpar de taparme las vistas.
A unos metros de mi casa hay un barrio que existe en otro tiempo, pero no ahora. Un barrio fantasma del que yo soy, desde mi ventana, la principal habitante.
A Shira le gusta pasear por allí, aunque yo no puedo seguir el ritmo de sus cuatro patas saltando sobre los escombros y hierbajos que hay. En el barrio fantasma solo compiten con los éstos los gatos, que han encontrado su lugar, aprovechando de cuando en cuando el maravilloso espectáculo que supone mi perra tratando de alcanzarles.
Lo que iba a convertirse en una piscina para un grupo de veinte chalets adosados es ahora un pedazo de tierra vacío. La promesa de montones de veranos que no llegan. Los chalets dirigen sus ventanas de cristales rotos y rejas oxidadas hacia ese lugar lugar, desde donde ahora los miro. Solo dos de ellos tienen completa la fachada; tres pisos pequeños de ladrillo y uno en la base decorado con piedra gris. Los demás se extienden a lo largo de un camino superpoblado por las plantas, que están ahora más altas que nunca, como si se irguieran por orgullo, reclamando su lugar.
Al darme la vuelta puedo ver la ventana de mi habitación, y la terraza. Todo lo que podría verse desde mi casa queda empañado por un barrio lleno, de todo menos de personas. Hay sacos de yeso y cajas llenas de azulejos esperando su lugar, y herramientas abandonadas en mitad de su misión. Como si todo el mundo hubiera salido de allí huyendo a media jornada. Y cada día miro hacia aquí, desde donde ahora me devuelvo la mirada, y no comprendo de qué podían estar huyendo tantas personas. Ahora que está anocheciendo y ellos no están, este barrio sin luz, sin caminos y sin vida definitivamente parece un sitio del que huir. De día, sin embargo, no tiene pinta de merecer haber sido abandonado de esta manera. De día yo solo veo parejas y familias imaginarias con sus maletas, al otro lado de la verja y las plantas, esperando que les abran la puerta. Gente que puso su dinero en un banco y sus esperanzas en un terreno que ahora les han robado los gatos. Vecinos que no tengo, farolas que no existen, y gente a la que no puedo culpar de taparme las vistas.
A unos metros de mi casa hay un barrio que existe en otro tiempo, pero no ahora. Un barrio fantasma del que yo soy, desde mi ventana, la principal habitante.
domingo, 20 de abril de 2014
Just One Yesterday
Hacía horas que había anochecido a un lado del mundo, mientras que en el otro quedaban unos minutos para el amanecer. Él estaba en el lado en el que aún le quedaba por delante gran parte de la noche, pero no conseguía dormir. Se imaginaba cómo estaría ella. Seguramente su pelo ocuparía media almohada mientras aprovechaba sus últimos minutos de sueño antes de que sonara el despertador. No dejaba de preguntarse si se habría paseado aquella noche por alguno de sus sueños, y si cuando él consiguiera dormirse, ella le visitaría a él en los suyos. Seguramente soñar con él arruinaría el humor de la joven para todo el día, y eso lo alegraba y lo deprimía a partes iguales. Nada le dolía tanto como hacerla sufrir, pero al recordar todas sus disputas, su sufrimiento parecía ser el único consuelo que podría obtener.
Unos años atrás se despertaba todas las noches de alguna pesadilla, y se alegraba de que su pelo negro le estuviera robando espacio en la cama, porque eso significaba que ella estaba cerca. Este pensamiento no estaba dividido, solo podía entristecerle. Recordó también la primera vez que le llamó Morena, y su risa contenida, y cómo se mordía el labio inferior tratando de decidir si quería besarlo o abofetearlo. Estaba corriendo detrás de ella porque se negaba a darle las llaves del coche. Corrieron en círculos alrededor de este, hasta que se encontraron agotados, mirándose de frente a través de las ventanillas. Apenas llevaban unos meses saliendo, y le dijo que iba a a acabar con él, morena. Desde entonces la llamaba así para conseguir ese gesto suyo. Sabía que le molestaba ser llamada de cualquier manera que no fuera su nombre, pero también que no podía resistirse a reír cuando él lo decía.
En los últimos días de relación trató de llamarla así un par de veces, pero no había ningún tipo de reacción. No se enfadaba ni siquiera. Pero cuando se despidieron, él la beso en la mejila y susurró "Suerte, morena" y consiguió una sonrisa de medio lado.
Mientras salía el sol en el otro lado del mundo, sonó un teléfono. Ella se incorporó pensando que era la alarma, pero esta saltó unos segundos más tarde. Lo que la había despertado era un mensaje, con una sola palabra en su interior. No supo cómo reaccionar ante aquello. Sonrió, y su sonrisa fue torciéndose mientras apretaba los labios, sintiendo las lágrimas acumulándose en sus ojos. Y deseó que fuera de noche y estar en otro lugar. En otro momento.
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Rewind,
Storytelling,
YoungBloodChronicles
martes, 15 de abril de 2014
Alone together.
Me encanta mirarte cuando estás cerca, y me gustaría culparte de cada uno de mis problemas cuando estás lejos. Estaría dispuesta a gritarte a través de un megáfono cuánto te odio, pero se le acabaría la pila cuando te acercaras a escucharme. No sé cómo hemos llegado al punto en el que te dejaría coger mi voz y calmarla porque no necesito gritar. Ni hablar siquiera.
Escupo todos mis pensamientos -como ahora, como si estuviera sola- cuando estoy contigo, sin que me preocupe ser malinterpretada o juzgada. Estoy tan cómoda sola como contigo. Y no sé cómo de bueno es eso, cuando apenas me aguanto.
Escupo todos mis pensamientos -como ahora, como si estuviera sola- cuando estoy contigo, sin que me preocupe ser malinterpretada o juzgada. Estoy tan cómoda sola como contigo. Y no sé cómo de bueno es eso, cuando apenas me aguanto.
No sé cómo hemos podido estar tan cerca viniendo de lugares tan lejanos. Ni siquiera estoy segura de si seguirán estando cerca los lugares a los que vamos, pero trato de continuar caminando a tu lado.
Me duele tanto la cabeza que hasta olvido por momentos cuánto me duele la tripa. Me gustaría estallar en mil pedazos que lo dejaran todo sucio, y contemplarlo desde el infinito como unos fuegos artificiales invertidos.
Tú estarías durmiendo, como casi siempre. Y el estallido sería tan fuerte que tendrías que despertarte, y quizá no podrías dormir en varios días. Pero a mí ya no me dolería nada. Ni siquiera tu forma de dormir.
Me equivoco cuando te odio, y cuando trato de remediarlo, queriéndote. Me equivoco cada vez que hablo pero tú lo haces cada vez que te callas. Y el problema no es que te equivoques, el problema es que te quiero.
Y el problema no es que te odie. El problema es que me quieres. Y lo peor, es que la solución a todos los problemas está en que te quiero, y en que me quieres. Y como diría Kutxi, sobra todo lo que viene después.
miércoles, 9 de abril de 2014
Ask the dust.
No conocí a mi abuelo, pero me han hablado tanto de él que su presencia física no es necesaria para afirmar que le conozco. Si nos encontramos en la muerte tendremos una conversación amena, de viejos amigos. Ni siquiera habrá presentaciones, de eso estoy segura. Un abrazo. Uno fuerte. Eso será nuestro saludo.
Es posible que conozca a mi abuelo incluso mejor que aquellos que me cuentan sus historias. Él y yo somos prácticamente la misma persona. El punto diferente de la familia. El silencioso y observador.
Mi abuelo era maestro de vocación y profesión, y yo nací para ser estudiante. Cuando tenía 10 años decidí dejar de hablar, pero no pude lograrlo durante mucho tiempo porque tenía demasiadas preguntas. Mamá es maestra también. Suele responder cuando pregunto si es que se concentra lo suficiente en esa idea. Son maravillosos los maestros. Alimentan a la gente como yo.
Aquí, sin embargo, no queda uno solo. Los educadores se han extinguido y estamos todos condenados a la vida vacía de la ignorancia o a aprender por cuenta propia. Pero a nadie le preocupa en medio de una guerra. Excepto a mí, y a mis preguntas.
La primera de ellas lleva rondándome varios meses. Desde que comenzaron los bombardeos. No entiendo de qué manera se caen las casas. ¿Cómo lo hacen? Algunos muros quedan intactos. No se mueven ni los cuadros, ni las estanterías. Nada. Y otros sin embargo desaparecen.. No acaban en el suelo en pedazos, sencillamente se esfuman. No queda ni rastro. La panadería de la que mi abuela siempre se quejaba porque el pan estaba crudo mantuvo, tras una bomba, todas sus paredes. Y el techo. Pero la entrada desapareció. Solo quedaba polvo en su lugar.
Yo creo que fue una forma de que el universo regalase pan a todo el vecindario, aunque ciertamente no era necesario que la panadera estuviera cruzando el umbral de la puerta cuando este se derrumbó. Le quitó mucha poética a todo el asunto y nos hizo llorar a casi todos. Era una mujer muy guapa. Mayor, pero aun muy elegante y correcta. Estaba ahí desde siempre, y aunque no se hacía querer, nos recordaba a todos los tiempos pasados. Mejores. Cuando tu existencia el día de mañana estaba asegurado. Ella era una constante, y cuando se murió a nadie le cabía duda de que esta dichosa guerra sería irreversible.
En casa cayó un rayo, no una bomba. Provocó un incendio que vio su mejor aliado en la colección de tickets de compra y papeles inservibles de mi abuela. Arrasó con todo. Lo único que siento es que todas las cartas que escribí a mi abuelo durante años ardieran también. Mi abuela no lo sintió en absoluto. No siente nada. Ni siquiera cuando se ríe. Yo creo que cuando se es mayor y malo, sentir es aburrido. Una carga. Como si se robara protagonismo al resto de personas que aun quieren sentir algo. Si mi abuelo viviera, ella sentiría. Estoy segura. Lo habría puesto todo en orden. Y quizá también encontraría una respuesta fiable al tema de las paredes que desaparecen.
No sé bien qué hago aquí, escribiendo. Creo que no podría hacer ninguna otra cosa. Tengo 20 años y me siento vieja, pero con demasiados sentimientos. Una de esas abuelitas a las que apenas se les puede mencionar ningún tema sin que se echen a llorar, y al final solo consiguen silencio a su alrededor y el sonido de las agujas de tejer. Cuando sea realmente vieja, estaría bien ser así. Necesitaré silencio para compensar el ruido al que están sometidas mis ideas.
La calle hierve a todas horas y mis oídos suenan por sí solos con palabras que parecen emitidas a veces por mi voz, a veces por la de mi abuelo. O la forma en que me la he imaginado, que seguramente siga siendo mi propia voz.
Me siento como si no hubiese sitio en mí para más recuerdos, como si hubiera vivido cien años. Y no sé si alegrarme de que no sea así. Quizá los muros que se esfuman sencillamente no puedan aguantar más el peso del papel pintado y el tacto de las manos del obrero que lo colocó allí. Y por eso se esfuman. Derruidos tendrían que mantener el mismo peso y prefieren ser polvo. Acabar. No tener más historia. Ser lineales, con principio y fin. Le haré estas preguntas al próximo maestro que me encuentre.
Es posible que conozca a mi abuelo incluso mejor que aquellos que me cuentan sus historias. Él y yo somos prácticamente la misma persona. El punto diferente de la familia. El silencioso y observador.
Mi abuelo era maestro de vocación y profesión, y yo nací para ser estudiante. Cuando tenía 10 años decidí dejar de hablar, pero no pude lograrlo durante mucho tiempo porque tenía demasiadas preguntas. Mamá es maestra también. Suele responder cuando pregunto si es que se concentra lo suficiente en esa idea. Son maravillosos los maestros. Alimentan a la gente como yo.
Aquí, sin embargo, no queda uno solo. Los educadores se han extinguido y estamos todos condenados a la vida vacía de la ignorancia o a aprender por cuenta propia. Pero a nadie le preocupa en medio de una guerra. Excepto a mí, y a mis preguntas.
La primera de ellas lleva rondándome varios meses. Desde que comenzaron los bombardeos. No entiendo de qué manera se caen las casas. ¿Cómo lo hacen? Algunos muros quedan intactos. No se mueven ni los cuadros, ni las estanterías. Nada. Y otros sin embargo desaparecen.. No acaban en el suelo en pedazos, sencillamente se esfuman. No queda ni rastro. La panadería de la que mi abuela siempre se quejaba porque el pan estaba crudo mantuvo, tras una bomba, todas sus paredes. Y el techo. Pero la entrada desapareció. Solo quedaba polvo en su lugar.
Yo creo que fue una forma de que el universo regalase pan a todo el vecindario, aunque ciertamente no era necesario que la panadera estuviera cruzando el umbral de la puerta cuando este se derrumbó. Le quitó mucha poética a todo el asunto y nos hizo llorar a casi todos. Era una mujer muy guapa. Mayor, pero aun muy elegante y correcta. Estaba ahí desde siempre, y aunque no se hacía querer, nos recordaba a todos los tiempos pasados. Mejores. Cuando tu existencia el día de mañana estaba asegurado. Ella era una constante, y cuando se murió a nadie le cabía duda de que esta dichosa guerra sería irreversible.
En casa cayó un rayo, no una bomba. Provocó un incendio que vio su mejor aliado en la colección de tickets de compra y papeles inservibles de mi abuela. Arrasó con todo. Lo único que siento es que todas las cartas que escribí a mi abuelo durante años ardieran también. Mi abuela no lo sintió en absoluto. No siente nada. Ni siquiera cuando se ríe. Yo creo que cuando se es mayor y malo, sentir es aburrido. Una carga. Como si se robara protagonismo al resto de personas que aun quieren sentir algo. Si mi abuelo viviera, ella sentiría. Estoy segura. Lo habría puesto todo en orden. Y quizá también encontraría una respuesta fiable al tema de las paredes que desaparecen.
No sé bien qué hago aquí, escribiendo. Creo que no podría hacer ninguna otra cosa. Tengo 20 años y me siento vieja, pero con demasiados sentimientos. Una de esas abuelitas a las que apenas se les puede mencionar ningún tema sin que se echen a llorar, y al final solo consiguen silencio a su alrededor y el sonido de las agujas de tejer. Cuando sea realmente vieja, estaría bien ser así. Necesitaré silencio para compensar el ruido al que están sometidas mis ideas.
La calle hierve a todas horas y mis oídos suenan por sí solos con palabras que parecen emitidas a veces por mi voz, a veces por la de mi abuelo. O la forma en que me la he imaginado, que seguramente siga siendo mi propia voz.
Me siento como si no hubiese sitio en mí para más recuerdos, como si hubiera vivido cien años. Y no sé si alegrarme de que no sea así. Quizá los muros que se esfuman sencillamente no puedan aguantar más el peso del papel pintado y el tacto de las manos del obrero que lo colocó allí. Y por eso se esfuman. Derruidos tendrían que mantener el mismo peso y prefieren ser polvo. Acabar. No tener más historia. Ser lineales, con principio y fin. Le haré estas preguntas al próximo maestro que me encuentre.
martes, 11 de marzo de 2014
Memoria intermitente
Hoy es martes y voy a clase en autobús. Hace diez años me llevaba mi padre andando al colegio, era el rato más grande que pasábamos juntos porque llegaba muy tarde de trabajar. Por la mañana yo me dormía desayunando con la cabeza apoyada en la pared de la cocina mientras mi padre me hablaba tratando de mantenerme despierta. Después solo solía haber silencio. Yo vistiéndome y preparando los libros, mi padre callado sentado en el salón, ordenando sus pensamientos con la mirada en el infinito.
Pero un día fue diferente. Jueves.
Estaba la televisión encendida, rompiendo el silencio que tranquilizaba mis mañanas. Las noticias decían lo mismo en todos los canales, y habían sustituido a los programas infantiles. Mi madre había llamado desde el trabajo, de camino había escuchado una noticia muy rara en la radio. La información no era clara entonces y nadie sabía qué había pasado, pero todo el mundo preguntaba.
Un atentado en Atocha. O en el Pozo, o en Vallecas. Bombas en los trenes, eso seguro. Y muchas víctimas, era algo muy grande. Recuerdo la tensión, el par de profesores que no habían podido llegar a mi colegio porque las vías estaban cortadas, mi mejor amiga con un ataque de pánico porque su madre iba al trabajo en tren. No era el mismo tren, pero no sabíamos nada. La mayoría de mis amigos de entonces pueden recordar con claridad qué estaban haciendo ese día, cómo sintieron el miedo que cada periodista transmitía en la tele, o que cada profesor callaba cuando le preguntábamos. Pero eso fue en el este de Madrid, y yo tenía diez años y era fácil que algo así se me quedase en la memoria. Hoy le pregunté a mis compañeros de clase, de Madrid también, si sabían de algún acto conmemorativo. ¿Por qué? Si eso solo lo hicieron los primeros años, ya no tiene sentido, me han dicho. "¿Por qué te preocupa tanto, conocías a alguien?" "Es que eso está muy politizado para recordarlo" Cuando preguntaba a mis compañeros en Ávila la implicación se reducía de forma drástica.
Y de eso hace diez años. Yo no conocía a nadie que viajara en tren. En el mismo tren que cojo todos los días desde hace tres años para ir a clase. De pequeña creía que solo se viajaba en tren para irse muy lejos, o porque se iba de excursión. Ahora soy consciente de lo fundamental que es la línea de Cercanías para muchísima gente, de lo que significa que un tren esté lleno en hora punta, del caos que puede crear.
En estos años he vivido averías, se ha ido la luz, han llegado trenes con retraso... Y cada una de esas pequeñas cosas ha creado una revolución entre los pasajeros. He visto a una madre con el carrito de su hijo tirar del pelo a una señora octogenaria mientras esta la arañaba, dejando al un lado su andador, todo por conseguir un sitio en el vagón a las 10 de la noche. He dejado pasar un millar de trenes porque iban demasiado llenos, he cogido el primero y el último tren del día. Lo he visto venir desde Alcalá y desde Guadalajara, lleno de vida a cualquier hora del día. Todos los días. Y he terminado el trayecto que cientos de personas no pudieron terminar.
Aunque hoy no he visto ni he hecho nada de eso, porque he cogido el autobús. Me ha llevado dos horas de viaje llegar a clase, pero por alguna razón me sentía especialmente sensible, y cuando he llegado a la estación no he querido subirme en uno de esos trenes. Sensible al recuerdo, al miedo, a la empatía. He tomado una de esas decisiones absurdas que tienen perfecto sentido para ti, sin saber muy bien por qué. No quería perturbar mi recuerdo, ser parte de esa historia. O algo así.
¿Por qué me preocupa? ¿Conocía a alguien? No. A nadie. Pero conozco a todos los que están hoy en esos trenes. A todos. Porque somos todos nosotros. Y que por qué me empeño en recordarlo, me han preguntado también. No me empeño, no puedo evitarlo. Y no solo hoy, lo recuerdo a menudo. No es como una experiencia traumática ni nada por el estilo. Es solo que todo aquello pasó a gente como yo, como tú y como cualquiera de nosotros. Mirar a la cara a una realidad tan triste puede no ser fácil, y muchos prefieren verse ajenos o no tienen otra opción. Pero yo, hoy especialmente, creo que no es cuestión de buscar el morbo o la angustia a propósito. Esto no es por mí.
Es solo que hay 3000 personas cuyas vidas dieron un vuelco, y de ellas, 192 que no tuvieron tanta suerte. No podemos cambiar eso, pero creo que cada una de esas personas se merece estar presente en el recuerdo de los que podemos, en mayor o menos medida, recordar. No importa que se nos encoja el corazón durante unas horas, porque es lo mínimo que ellos deben sentir cada día. Si podemos estar más cerca de esas personas, su fuerza será mayor. Sentirse comprendido puede no cambiar nada, pero reconforta.
Y quizá podamos también compartirlo con quienes no lo sientan tan cerca, no para infundir miedo sino una visión más clara de la realidad. Porque el pasado es realidad, y diez años no son nada. No podemos olvidarnos de 3000 personas, y no hay política que valga.
A todos nos ha pasado, y todos deberíamos estar en el mismo bando. Juntos en esto. Hoy, martes 11, y cada día por cualquiera que no tenga la suerte que nosotros disfrutamos, por puro azar.
Pero un día fue diferente. Jueves.
Estaba la televisión encendida, rompiendo el silencio que tranquilizaba mis mañanas. Las noticias decían lo mismo en todos los canales, y habían sustituido a los programas infantiles. Mi madre había llamado desde el trabajo, de camino había escuchado una noticia muy rara en la radio. La información no era clara entonces y nadie sabía qué había pasado, pero todo el mundo preguntaba.
Un atentado en Atocha. O en el Pozo, o en Vallecas. Bombas en los trenes, eso seguro. Y muchas víctimas, era algo muy grande. Recuerdo la tensión, el par de profesores que no habían podido llegar a mi colegio porque las vías estaban cortadas, mi mejor amiga con un ataque de pánico porque su madre iba al trabajo en tren. No era el mismo tren, pero no sabíamos nada. La mayoría de mis amigos de entonces pueden recordar con claridad qué estaban haciendo ese día, cómo sintieron el miedo que cada periodista transmitía en la tele, o que cada profesor callaba cuando le preguntábamos. Pero eso fue en el este de Madrid, y yo tenía diez años y era fácil que algo así se me quedase en la memoria. Hoy le pregunté a mis compañeros de clase, de Madrid también, si sabían de algún acto conmemorativo. ¿Por qué? Si eso solo lo hicieron los primeros años, ya no tiene sentido, me han dicho. "¿Por qué te preocupa tanto, conocías a alguien?" "Es que eso está muy politizado para recordarlo" Cuando preguntaba a mis compañeros en Ávila la implicación se reducía de forma drástica.
Y de eso hace diez años. Yo no conocía a nadie que viajara en tren. En el mismo tren que cojo todos los días desde hace tres años para ir a clase. De pequeña creía que solo se viajaba en tren para irse muy lejos, o porque se iba de excursión. Ahora soy consciente de lo fundamental que es la línea de Cercanías para muchísima gente, de lo que significa que un tren esté lleno en hora punta, del caos que puede crear.
En estos años he vivido averías, se ha ido la luz, han llegado trenes con retraso... Y cada una de esas pequeñas cosas ha creado una revolución entre los pasajeros. He visto a una madre con el carrito de su hijo tirar del pelo a una señora octogenaria mientras esta la arañaba, dejando al un lado su andador, todo por conseguir un sitio en el vagón a las 10 de la noche. He dejado pasar un millar de trenes porque iban demasiado llenos, he cogido el primero y el último tren del día. Lo he visto venir desde Alcalá y desde Guadalajara, lleno de vida a cualquier hora del día. Todos los días. Y he terminado el trayecto que cientos de personas no pudieron terminar.
Aunque hoy no he visto ni he hecho nada de eso, porque he cogido el autobús. Me ha llevado dos horas de viaje llegar a clase, pero por alguna razón me sentía especialmente sensible, y cuando he llegado a la estación no he querido subirme en uno de esos trenes. Sensible al recuerdo, al miedo, a la empatía. He tomado una de esas decisiones absurdas que tienen perfecto sentido para ti, sin saber muy bien por qué. No quería perturbar mi recuerdo, ser parte de esa historia. O algo así.
¿Por qué me preocupa? ¿Conocía a alguien? No. A nadie. Pero conozco a todos los que están hoy en esos trenes. A todos. Porque somos todos nosotros. Y que por qué me empeño en recordarlo, me han preguntado también. No me empeño, no puedo evitarlo. Y no solo hoy, lo recuerdo a menudo. No es como una experiencia traumática ni nada por el estilo. Es solo que todo aquello pasó a gente como yo, como tú y como cualquiera de nosotros. Mirar a la cara a una realidad tan triste puede no ser fácil, y muchos prefieren verse ajenos o no tienen otra opción. Pero yo, hoy especialmente, creo que no es cuestión de buscar el morbo o la angustia a propósito. Esto no es por mí.
Es solo que hay 3000 personas cuyas vidas dieron un vuelco, y de ellas, 192 que no tuvieron tanta suerte. No podemos cambiar eso, pero creo que cada una de esas personas se merece estar presente en el recuerdo de los que podemos, en mayor o menos medida, recordar. No importa que se nos encoja el corazón durante unas horas, porque es lo mínimo que ellos deben sentir cada día. Si podemos estar más cerca de esas personas, su fuerza será mayor. Sentirse comprendido puede no cambiar nada, pero reconforta.
Y quizá podamos también compartirlo con quienes no lo sientan tan cerca, no para infundir miedo sino una visión más clara de la realidad. Porque el pasado es realidad, y diez años no son nada. No podemos olvidarnos de 3000 personas, y no hay política que valga.
A todos nos ha pasado, y todos deberíamos estar en el mismo bando. Juntos en esto. Hoy, martes 11, y cada día por cualquiera que no tenga la suerte que nosotros disfrutamos, por puro azar.
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