Mi casa está tan llena de vida que se está volviendo loca. A las seis de la tarde en verano parece que ninguno de los cuatro vivimos aquí. Ni siquiera las dos perras y las dos tortugas se atreven a hacer ruido. Mi abuela se sienta al sol y se queja del calor que hace. Pues siéntate a la sombra, le digo. No niña, si a mí el sol nunca me ha hecho daño, estoy bien aquí. Pero ay, qué sol y qué calor.
Y un día tras otro, lo mismo. Pero distinto. Mi padre mira el huerto durante horas, y casi le ha puesto nombre a las lechugas que tiene. Puede decirte exactamente para cuándo estará maduro ese tomate, y se intenta asegurar de que no tenemos que tirar una sola berenjena, a pesar de que no se nos ocurren más formas de cocinarlas.
Mi madre estornuda que parece que va a tirar la casa abajo. Como si en el mundo no tuvieran suficientes huracanes. A la hora de la cena los chistes malos que hacemos mi padre y yo sobre su vestido puesto al revés, desquician a mi madre. Mañana os ponéis a la sombrita todo el día, que el calor os ha dejado tontos. Y mi padre se hace el sordo, y le dice a mi madre que deje de robarle su copa, que la suya es esa otra. Pero cuando se le ha acabado el vino, coge mi vaso de cocacola y me saca la lengua cuando lo devuelve vacío. Pero mírala, papá, dile algo. Y nadie sale en mi defensa, pero mi padre le pregunta a mi abuela si le gusta el café, que hoy se lo ha puesto con hielo. Sí, muy rico muy rico. Pero le gusta más así, o con leche templadita, pregunta mi padre. No, si el café esta muy rico, insiste ella. Pero le gusta más así o de la otra manera. Sí sí, me gusta mucho el café. Sí sí.
Y mi padre se ríe. Y mi madre se ríe, y como no se ha inventado una risa tan contagiosa, pues nos reímos todos. Estáis locos en esta familia, no os enteráis de nada, dice mi abuela.
Y va a ser verdad. Nos falta ponernos sombreros ridículos, porque el juego de las tazas lo vamos dominando. Estamos todos locos aquí. Y a los locos hay que tratarlos con cariño.
No hay un solo lugar en el mundo tan maravilloso como mi cocina. Incluso cuando aparece la leche guardada en el cajón, y el salero en la nevera. Vaya apaño de melonar, que diría mi padre.
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