Hoy es martes y voy a clase en autobús. Hace diez años me llevaba mi padre andando al colegio, era el rato más grande que pasábamos juntos porque llegaba muy tarde de trabajar. Por la mañana yo me dormía desayunando con la cabeza apoyada en la pared de la cocina mientras mi padre me hablaba tratando de mantenerme despierta. Después solo solía haber silencio. Yo vistiéndome y preparando los libros, mi padre callado sentado en el salón, ordenando sus pensamientos con la mirada en el infinito.
Pero un día fue diferente. Jueves.
Estaba la televisión encendida, rompiendo el silencio que tranquilizaba mis mañanas. Las noticias decían lo mismo en todos los canales, y habían sustituido a los programas infantiles. Mi madre había llamado desde el trabajo, de camino había escuchado una noticia muy rara en la radio. La información no era clara entonces y nadie sabía qué había pasado, pero todo el mundo preguntaba.
Un atentado en Atocha. O en el Pozo, o en Vallecas. Bombas en los trenes, eso seguro. Y muchas víctimas, era algo muy grande. Recuerdo la tensión, el par de profesores que no habían podido llegar a mi colegio porque las vías estaban cortadas, mi mejor amiga con un ataque de pánico porque su madre iba al trabajo en tren. No era el mismo tren, pero no sabíamos nada. La mayoría de mis amigos de entonces pueden recordar con claridad qué estaban haciendo ese día, cómo sintieron el miedo que cada periodista transmitía en la tele, o que cada profesor callaba cuando le preguntábamos. Pero eso fue en el este de Madrid, y yo tenía diez años y era fácil que algo así se me quedase en la memoria. Hoy le pregunté a mis compañeros de clase, de Madrid también, si sabían de algún acto conmemorativo. ¿Por qué? Si eso solo lo hicieron los primeros años, ya no tiene sentido, me han dicho. "¿Por qué te preocupa tanto, conocías a alguien?" "Es que eso está muy politizado para recordarlo" Cuando preguntaba a mis compañeros en Ávila la implicación se reducía de forma drástica.
Y de eso hace diez años. Yo no conocía a nadie que viajara en tren. En el mismo tren que cojo todos los días desde hace tres años para ir a clase. De pequeña creía que solo se viajaba en tren para irse muy lejos, o porque se iba de excursión. Ahora soy consciente de lo fundamental que es la línea de Cercanías para muchísima gente, de lo que significa que un tren esté lleno en hora punta, del caos que puede crear.
En estos años he vivido averías, se ha ido la luz, han llegado trenes con retraso... Y cada una de esas pequeñas cosas ha creado una revolución entre los pasajeros. He visto a una madre con el carrito de su hijo tirar del pelo a una señora octogenaria mientras esta la arañaba, dejando al un lado su andador, todo por conseguir un sitio en el vagón a las 10 de la noche. He dejado pasar un millar de trenes porque iban demasiado llenos, he cogido el primero y el último tren del día. Lo he visto venir desde Alcalá y desde Guadalajara, lleno de vida a cualquier hora del día. Todos los días. Y he terminado el trayecto que cientos de personas no pudieron terminar.
Aunque hoy no he visto ni he hecho nada de eso, porque he cogido el autobús. Me ha llevado dos horas de viaje llegar a clase, pero por alguna razón me sentía especialmente sensible, y cuando he llegado a la estación no he querido subirme en uno de esos trenes. Sensible al recuerdo, al miedo, a la empatía. He tomado una de esas decisiones absurdas que tienen perfecto sentido para ti, sin saber muy bien por qué. No quería perturbar mi recuerdo, ser parte de esa historia. O algo así.
¿Por qué me preocupa? ¿Conocía a alguien? No. A nadie. Pero conozco a todos los que están hoy en esos trenes. A todos. Porque somos todos nosotros. Y que por qué me empeño en recordarlo, me han preguntado también. No me empeño, no puedo evitarlo. Y no solo hoy, lo recuerdo a menudo. No es como una experiencia traumática ni nada por el estilo. Es solo que todo aquello pasó a gente como yo, como tú y como cualquiera de nosotros. Mirar a la cara a una realidad tan triste puede no ser fácil, y muchos prefieren verse ajenos o no tienen otra opción. Pero yo, hoy especialmente, creo que no es cuestión de buscar el morbo o la angustia a propósito. Esto no es por mí.
Es solo que hay 3000 personas cuyas vidas dieron un vuelco, y de ellas, 192 que no tuvieron tanta suerte. No podemos cambiar eso, pero creo que cada una de esas personas se merece estar presente en el recuerdo de los que podemos, en mayor o menos medida, recordar. No importa que se nos encoja el corazón durante unas horas, porque es lo mínimo que ellos deben sentir cada día. Si podemos estar más cerca de esas personas, su fuerza será mayor. Sentirse comprendido puede no cambiar nada, pero reconforta.
Y quizá podamos también compartirlo con quienes no lo sientan tan cerca, no para infundir miedo sino una visión más clara de la realidad. Porque el pasado es realidad, y diez años no son nada. No podemos olvidarnos de 3000 personas, y no hay política que valga.
A todos nos ha pasado, y todos deberíamos estar en el mismo bando. Juntos en esto. Hoy, martes 11, y cada día por cualquiera que no tenga la suerte que nosotros disfrutamos, por puro azar.